La edición de este mes del New Yorker, además de la pieza de Malcolm Gladwell que comenté hace dos días, contiene una reseña de James Surowiecki de una recopilación de artículos académicos sobre la postergación de tareas desagradables (procrastination). El artículo enumera diversos métodos que utiliza la gente para vencer ese obstáculo. Se trata de técnicas denominadas self-binding, que se podría traducir como "obligarse a uno mismo" o "autocompromiso". Consisten en hacer arreglos para negarte forzosamente a ti mismo la capacidad para cometer un error o transgresión en el futuro. Un ejemplo son los ludópatas que firman contratos con casinos para que éstos les nieguen la entrada en el futuro.
Surowiecki menciona también el ejemplo de un software llamado Freedom, que cierra el acceso a Internet y, teóricamente, obliga al usuario del ordenador a centrarse en la tarea que tiene ante sí. Confieso que los paseos intermitentes por Internet (y sin ninguna relación con el proyecto de turno) son uno de los principales motivos por los que sufre mi productividad. Probablemente podría trabajar con mucha mayor rapidez si la tentación de usar imdb.com para averiguar en cuántas películas han figurado canciones de Creedence Clearwater Revival o consultar Wikipedia para verificar en qué LP apareció "Jokerman" por primera vez no estuviese a la corta distancia de la ventana de búsqueda de Google.
Confieso que no he probado la herramienta en cuestión, aunque la idea me parezca ingeniosa. El problema es que me parece demasiado radical, como una lobotomía para curar un dolor de cabeza. Una vez visité a un primo en su oficina y cuando quise hacer una consulta en su máquina, descubrí que el acceso a cualquier cosa que no estuviese relacionada con la empresa estaba bloqueado. Me pareció digno de un régimen autoritario fundamentalista.
Sin embargo, creo que mi facilidad para distraerme no es sólo una flaqueza propia de mi carácter. Estoy convencido de que parte de la culpa radica en las herramientas de traducción. Para decirlo brevemente, son demasiado lentas. Wordfast Pro se demora una eternidad mientras pasa al siguiente segmento y decide si hay alguna coincidencia en la memoria. Mal que bien (aunque en menor grado), Trados y SDLX adolecen del mismo problema. Dos o tres segundos suena como poco, pero mutiplicado por 1.000 segmentos, es una eternidad en la que siento cómo se mueren mis células grises. Ese dolor lo mitigo a veces yendo al New York Times o revisando mi cuenta de Twitter por enésima vez.
En todo caso, al menos soy consciente de mi problema. Antes que soluciones radicales como Freedom, prefiero esperar a que alguien invente una CAT que se ejecute con más rapidez y reduzca mis devaneos. La idea de Freedom me recuerda a la escena de Young Frankenstein en la que Gene Wilder decide entrar a la celda a domesticar al monstruo. Les dice a sus asistentes con gran solemnidad que no abran la puerta por ningún motivo, incluso aunque les ruegue o amenace. Es un buen ejemplo de una técnica de obligación de uno mismo para hacer una tarea desagradable.
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