Wednesday, September 22, 2010

"Empiezo a creer en los milagros": Michael Lewis analiza la crisis griega en Vanity Fair

Estoy seguro de que la crisis financiera cuyo segundo aniversario comenté hace un par de semanas será vista en el futuro como una larga serie de crisis encadenadas. Del mismo modo, aunque el crac (¿de dónde vendrá esta palabra?) de la Bolsa de Nueva York en octubre de 1929 fue la campanada final a los excesos de la década del charlestón, también fue el pistoletazo inicial para una larga serie de pánicos y debacles que incluyó desde eventos catastróficos --como una ola mundial de deflación, crisis bancarias en Europa y aumentos masivos del desempleo-- hasta dramas menos importantes pero igualmente sonados --como la quiebra y suicidio del "Rey de las Cerillas" Ivar Kreuger y el enjuiciamiento del presidente de la Bolsa de Nueva York, Eli Whitney, por fraude.
El mejor libro hasta ahora sobre la crisis financiera de 2008.

La actual crisis también empieza a perfilarse como una serie de burbujas que crecieron hasta el estallido de la más inflada: el mercado hipotecario estadounidense. Entre las secuelas más dañinas se encuentran Islandia --descrito por algunos como un país que se convirtió en un gigantesco hedge fund y luego explotó-- y la crisis griega, retratada este mes de forma brillante en un ensayo en Vanity Fair por Michael Lewis. Lewis es sin duda el cronista más entretenido de la Gran Recesión, principalmente a través de The Big Short, aparecido a principios de este año, donde narra la historia de tres grupos muy distintos (y pintorescos) de inversores que vieron que el mercado hipotecario estaba hiperinflado (al contrario de las protestas de que "nadie pudo haber pronosticado la crisis") e hicieron apuestas gigantescas contra él.

Lewis saltó a la fama hace 20 años cuando, tras una breve carrera como vendedor de bonos en Salomon Brothers, publicó una memoria de sus años ochenta llamada Liar's Poker, traducida al castellano en 1990 (y nunca reimpresa) como El póquer del mentiroso: los años ochenta en Wall Street y Londres. Es uno de los libros más divertidos que he leído y un clásico contemporáneo de la literatura sobre el mundo financiero. El estilo de Lewis consiste en disimular cualquier juicio sobre la realidad que describe y tratar de transmitir lo absurda que es de forma oblicua. Fue así que retrató el interior de Salomon como un estrafalario mundo al revés que incluía criaturas inolvidables como "La piraña humana" (que decía fuck cada cuatro palabras) o los subordinados de Lewis Ranieri padre de la titulización de hipotecas pintados como un grupo de banqueros obesos que ordenaban cuatrocientos dólares en comida mexicana y se la engullían en una sola sentada, suscitando el asombro del narrador: "Nadie se puede comer cuatrocientos dólares en comida mexicana... Nadie".

El libro despertó mucha polémica, por cuanto desmitificó el mundo de Wall Street: en lugar de los tiburones corruptos estilo Gordon Gekko, Lewis insistía que los bancos de inversión estaban poblados por individuos que sabían poco más que el público en general sobre los riesgos que corrían. La imagen era poco halagadora y plantea el problema de cómo prefiere uno que le vean: como un supervillano genial o como un idiota capaz de dispararse a sí mismo en el pie. Al final, la vanidad recomienda lo primero. El torpe aprendiz de brujo no tiene ningún misterio.

Ahora le toca a la economía griega el "tratamiento Lewis". Y la pieza en Vanity Fair no decepciona. Está llena de perlas:


El tsunami de crédito barato que rodó por todo el planeta entre 2002 y 2007 acaba de crear una nueva oportunidad para viajar: el turismo de desastres financieros. El crédito no era simplemente dinero: era una tentación. Ofreció a sociedades enteras la oportunidad de revelar aspectos de sus caracteres que normalmente no podrían darse el lujo de complacer. A países enteros se les dijo: "Las luces están apagadas, pueden hacer lo que quieran y nadie jamás lo sabrá". Lo que optaron por hacer con el dinero en la oscuridad presentó variaciones de un país a otro. Los americanos desearon comprar hogares muy superiores a los que podían costear y permitir que los fuertes explotasen a los débiles. El deseo de los islandeses fue dejar de pescar, convertirse en banqueros de inversión y permitir que sus machos alfa diesen rienda suelta a una megalomanía que hasta entonces había quedado suprimida. El deseo de los alemanes fue volverse más alemanes; el de los irlandeses fue dejar de ser irlandeses.
(...)


Resultó que lo que los griegos ansiaban hacer cuando se apagaron las luces y estaban a solas en la oscuridad con una montaña de dinero prestado fue convertir su gobierno es una piñata rellena de sumas fantásticas y darles a tantos ciudadanos como fuese posible un chance de propinarle un garrotazo.

El foco del artículo es un escándalo que involucró un célebre monasterio visitado por Lewis. Los monjes de Vatopaidi lograron que el gobierno griego cambiase terrenos muy valiosos por propiedades eclesiásticas que valían considerablemente menos en circunstancias aún turbias. El autor relata su encuentro con el jefe de la abadía:


En ese momento, de la nada, entra el padre Efraín. Es redondo, con mejillas sonrosadas y una barba blanca. Es más o menos un doble de San Nicolás. Hasta le brillan las pupilas. Unos meses antes había sido convocado a rendir testimonio ante el Parlamento griego. Uno de sus interrogadores dijo que el gobierno griego había actuado con una eficacia increíble al intercambiar el lago de Vatopaidi por las propiedades comerciales del Ministerio de Agricultura. Le preguntó a Efraín cómo lo había logrado.
¿Es que acaso Ud. no cree en milagros? —respondió Efraín.
Estoy empezando a creer en ellos —afirmó el parlamentario griego.

En fin, para reír y llorar. Entre las cifras que cita el autor está el datazo de que la deuda per cápita de los giregos es 250.000 dólares, o unos 190.000 euros al cambio actual. Lo que hace pensar que los sustos de deuda soberana estarán acompañándonos durante cierto tiempo por venir.

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